El pasado jueves 23 de Abril se celebró el día del libro. El Origen del día del libro
se remonta a 1926. El 23 de abril de 1616 fallecían Cervantes y
Shakespeare. También en un 23 de abril nacieron – o murieron – otros
escritores eminentes como Maurice Druon, K. Laxness, Vladimir Nabokov,
Josep Pla o Manuel Mejía Vallejo. Por este motivo, esta fecha tan
simbólica para la literatura universal fue la escogida por la
Conferencia General de la UNESCO para rendir un homenaje mundial al
libro y sus autores, y alentar a todos, en particular a los más jóvenes,
a descubrir el placer de la lectura y respetar la irreemplazable
contribución de los creadores al progreso social y cultural.
La idea original de la celebración del Día del Libro partió de Cataluña, del escritor valenciano Vicente Clavel Andrés,
proponiéndola a la Cámara Oficial del Libro de Barcelona en 1923 y
aprobada por el rey Alfonso XIII de España en 1926. El 7 de Octubre de
1926 fue el primer Día del Libro, poco después, en 1930, se instaura
definitivamente la fecha del 23 de abril como Día del Libro, donde este día coincide con San Jorge, y es tradicional que los enamorados y personas queridas se intercambien una rosa y un libro.
¿Pero quién era San Jorge?
Mártir cristiano del siglo IV. Su vida es legendaria; su
sepulcro en Lydda (Palestina) fue muy frecuentado y su culto se
extendió por Oriente y Occidente antes del siglo XII. Es patrón de
Inglaterra, de Rusia, de Portugal y de Cataluña. El episodio más
representado y representativo de su leyenda es su lucha contra el dragón
para salvar a la doncella.
Según las tradiciones más antiguas, Jorge era un
príncipe de Capadocia que sirvió como oficial en el ejército de
Diocleciano. El único hecho de su vida atestiguado por fuentes fiables
parece ser su martirio: San Jorge fue decapitado por profesar el
cristianismo hacia el año 303 en Lydda, Palestina (hoy Lod, Israel). Se
cuenta que el martirio fue ordenado por el propio Diocleciano, después
de que San Jorge le recriminara la cruenta persecución de los cristianos
que el emperador había iniciado ese mismo año.
La leyenda de la lucha de San Jorge contra un
dragón para liberar a una princesa o doncella se forjó a finales del
siglo X, y ha sido interpretada por algunos autores como una alegoría de
la victoria sobre el paganismo: el dragón acechaba a una población
pagana de Libia, y sus habitantes trataban de aplacarlo mediante
sacrificios, llegando a ofrecerle la hija del rey; tras vencer San Jorge
al dragón, la población se convirtió al cristianismo.
Lucha de San Jorge y el dragón (c.1607), de Rubens
San Jorge fue patrón de varias órdenes de
caballería durante la Edad Media y es el santo patrón de Inglaterra,
pese a no existir ninguna conexión entre este país y el personaje;
también es patrón de otros países, regiones y ciudades: Rusia, Portugal,
Cataluña y Aragón en España y la ciudad de Génova en Italia. La Sagrada
Congregación de Ritos suprimió su nombre del santoral en 1961, pero
autorizó su conmemoración, como mártir, el día 23 de abril.
Por motivo de esta celebración, en las clases de Religión, una vez vista la figura de San Jorge, en este día,nos paramos a realizar la siguiente lectura que queremos compartir con todos vosotros:
EL
GIGANTE EGOÍSTA
Era
un gigante egoísta. Los pobres niños no tenían ya un lugar de
recreo. Intentaron jugar en las calles cercanas, pero estaban muy
polvorientas y llenas de agudas piedras, y no les agradaba.
Tomaron
la costumbre de pasearse, una vez terminadas sus lecciones, alrededor
del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro
lado.
Entonces
llegó la primavera y el país se llenó de pájaros y florecillas.
Sólo
en el jardín del gigante egoísta continuaba siendo invierno.
Los
pájaros, desde que no había niños, no tenían interés en cantar y
los árboles no se acordaban de florecer.
En
cierta ocasión una linda flor levantó su cabeza sobre el césped,
pero al ver el cartelón se entristeció tanto pensando en los niños,
que se dejó caer a tierra volviéndose a dormir.
Los
únicos que estaban contentos eran el hielo y la nieve.
La
primavera se ha olvidado de este jardín —exclamaban—. Gracias a
esto vamos a vivir en él todo el año.
La
nieve extendió su gran manto blanco sobre el césped y el hielo
vistió de plata todos los árboles.
Entonces
invitaron al viento Norte a que viniese a pasar una temporada con
ellos.
El
viento Norte aceptó y vino. Estaba envuelto en pieles. Aullaba
durante todo el día por el jardín, derribando chimeneas a cada
momento.
Éste
es un sitio delicioso decía—. Invitemos también al granizo.
Y
llegó también el granizo.
Todos
los días, durante tres horas, tocaba el tambor sobre la techumbre
del castillo, hasta que rompió muchas tejas. Entonces se puso a dar
vueltas alrededor del jardín, lo más de prisa que pudo. Iba vestido
de gris y su aliento era de hielo.
No
comprendo por qué la primavera tarda tanto en llegar —decía el
gigante egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín
blanco y frío—. ¡Ojalá cambie el tiempo!
Pero
la primavera no llegaba, ni el verano tampoco.
El
otoño trajo frutos de oro a todos los jardines, pero no dio ninguno
al del gigante.
Es
demasiado egoísta —dijo.
Y
seguía el invierno en casa del gigante, y el viento Norte, el
granizo, el hielo y la nieve danzaban en medio de los árboles.
Una
mañana, el gigante acostado en su lecho, pero ya despierto, oyó una
música deliciosa. Sonó tan dulcemente en sus oídos, que le hizo
imaginarse que los músicos del rey pasaban por allí.
En
realidad, era un pardillo que cantaba ante su ventana, pero como no
había oído a un pájaro en su jardín hacía mucho tiempo, le
pareció la música más bella del mundo.
Entonces
el granizo dejó de bailar sobre su cabeza, y el viento Norte, de
rugir. Un perfume delicioso llegó hasta él por la ventana abierta.
Creo
que ha llegado al fin la primavera —dijo el gigante.
Y
saltando de la cama se asomó a mirar por la ventana. ¿Y qué vio?
Pues
vio un espectáculo extraordinario.
Por
una brecha abierta en el muro, los niños se habían deslizado en el
jardín, encaramándose a las ramas. Sobre todos los árboles que
alcanzaba a ver el gigante, había un niño, y los árboles se
sentían tan dichosos de sostener nuevamente a los niños, que se
habían cubierto de flores y agitaban graciosamente sus brazos sobre
las cabezas infantiles.
Los
pájaros revoloteaban cantando con delicia y las flores reían
irguiendo sus cabezas sobre el césped.
Era
un cuadro precioso. Sólo en un rincón, en el rincón más apartado
del jardín, seguía siendo invierno.
Allí
se encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, que no había
podido llegar a las ramas del árbol y se paseaba a su alrededor
llorando amargamente.
El
pobre árbol estaba aún cubierto de hielo y de nieve, y el viento
Norte soplaba y rugía por encima de él.
Sube
ya, muchacho —decía el árbol.
Y
le alargaba sus ramas, inclinándose todo lo que podía, pero el niño
era demasiado pequeño.
El
corazón del gigante se enterneció. "¡Qué egoísta he sido!
—pensó—. Ya sé por qué la primavera no ha querido llegar hasta
aquí. Voy a colocar a ese pobre pequeñuelo sobre la cima del árbol,
luego echaré abajo el muro, y mi jardín será desde ahora el sitio
de recreo de los niños."
Estaba
verdaderamente arrepentido de lo que había hecho. Entonces bajó las
escaleras, abrió de nuevo la puerta y entró en el jardín. Pero
cuando los niños le vieron, se aterrorizaron tanto que huyeron y el
jardín se cubrió otra vez de nieve y de hielo. Únicamente el niño
pequeñito no había huido, porque sus ojos estaban tan llenos de
lágrimas que no le vio venir.
El
gigante se acercó a él, lo cogió cariñosamente y lo depositó
sobre el árbol. Y de inmediato el árbol floreció, los pájaros
vinieron a posarse y a cantar sobre él y el niño extendió sus
brazos, rodeó con ellos el cuello del gigante y le besó.
Los
otros niños, viendo que el gigante ya no era malo, se acercaron y la
primavera los acompañó.
Desde
ahora este jardín es de ustedes, pequeñuelos —dijo el gigante. Y
cogiendo un martillo muy grande, echó abajo el muro.
Así,
cuando los campesinos fueron a mediodía al mercado, vieron al
gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que pueda
imaginarse.
Estuvieron
jugando durante todo el día, y por la noche fueron a despedirse del
gigante.
Pero,
¿dónde está el compañerito de ustedes? —les preguntó—.
¿Aquel muchacho que subí al árbol?
A
él era a quien quería más el gigante, porque le había abrazado y
besado.
No
sabemos —respondieron los niños—; se ha ido.
Díganle
que venga mañana sin falta —repuso el gigante.
Pero
los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que hasta
entonces no le habían visto nunca.
El
gigante se quedó muy triste. Todas las tardes, a la salida del
colegio, venían los niños a jugar con el gigante, pero éste ya no
volvió a ver al pequeñuelo a quien quería tanto. Era muy bondadoso
con todos los niños, pero echaba de menos a su primer amiguito y
hablaba de él con frecuencia.
¡Cómo
me gustaría verle! —solía decir.
Pasaron
los años y el gigante envejeció y fue debilitándose. Ya no podía
tomar parte en los juegos; permanecía sentado en un gran sillón
viendo jugar a los niños y admirando su jardín.
Tengo
muchas flores bellas —decía—, pero los niños son las flores más
bellas de todas. Una mañana de invierno, mientras se vestía, miró
por la ventana.
Ya
no detestaba el invierno; sabía que no es sino el sueño de la
primavera y el reposo de las flores.
De
pronto se frotó los ojos atónito, y miró con atención. Realmente
era una visión maravillosa. En un extremo del jardín había un
árbol casi cubierto de flores blancas. Sus ramas eran todas de oro y
colgaban de ella frutos de plata: bajo el árbol aquel estaba el
pequeñuelo a quien tanto quería.
El
gigante se precipitó por las escaleras, pleno de alegría, y entró
en el jardín. Corrió por el césped y se acercó al niño. Y cuando
estuvo junto a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó:
¿Quién
se ha atrevido a herirte?
En
las palmas de la mano del niño y en sus piececitos se veían las
señales sangrientas de unos clavos.
¿Quién
se ha atrevido a herirte? —gritó el gigante—. Dímelo. Iré a
coger mi espada y lo mataré.
No
—respondió el niño—, éstas son las heridas del Amor.
¿Y
quién es ése? —dijo el gigante.
Un
temor respetuoso le invadió, haciéndole caer de rodillas ante el
pequeñuelo.
El
niño sonrió al gigante y le dijo: —Me dejaste jugar una vez en tu
jardín. Hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.
Y
cuando llegaron los niños aquella tarde encontraron al gigante
tendido, muerto, bajo el árbol, todo cubierto de flores blancas.
Lectura extraída del libro: "El gigante egoísta" de Oscar Wilde. Libro de lectura que utilizamos en las clases del primer ciclo de Secundaria de Religión.