Gorra, pipa y gabán. ¿Os suena de algo?. Esta pincelada
basta para identificar al rey de los investigadores, Sherlock Holmes. Sin
muchos más cambios sustanciales ha logrado llegar hasta nosotros porque este
excéntrico personaje se ha convertido en un símbolo y los símbolos son
inalterables a lo largo del tiempo. De hecho, su propio creador, Arthur Conan
Doyle, llegó a renegar de él, resucitándolo después, ante la presión del
público, ansioso por gustar de nuevas aventuras de su personaje, que se había
convertido en un verdadero fenómeno social ya en su época.
Muchos de nosotros hemos crecido imaginando los barrios londinenses por donde se movía Sherlock Holmes en sus relatos. Nos hemos desconcertado con sus intrigas y hemos admirado la fría diplomacia que mostraba con Scotland Yard. Le hemos acompañado en su despacho de Baker Street junto a su amigo y ayudante y también su cronista, el Doctor Watson. Un mundo burgués y victoriano de chisteras, capas y carruajes misteriosos en las noches de eterna niebla donde gravita amenazante el crimen.
Sherlock Holmes forma parte de nuestra educación sentimental. Es todo un mito y por eso nunca envejece. Pero más allá de la admiración que nos puedan inspirar sus aventuras como Estudio en escarlata o La liga de los pelirrojos, más allá de la lógica con que resuelve los más oscuros casos (recordemos El perro de los Baskerville), Sherlock Holmes representa el predominio absoluto de la lógica y la técnica. Precisamente muchos seguirán su senda, como Agatha Christie con su inspector Poirot, tan queridos por todos nosotros y cuyas novelas también han sido versionadas al cine y series de televisión. ¿Quién no se ha sentido fascinado por su lógica y su sagacidad desbordantes?. ¿Quién no ha visto alguna película o serie inspirada en las aventuras de Sherlock Holmes?. Todos vosotros responderíais al unísono con esa frase suya tan lógica: Elemental, querido Watson.
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