(Libro Flash 4)
Un oscuro marino (malencarado, pata de palo, ron y broma peligrosa), viene a parar a una apacible posada de la campiña inglesa para descansar de sus travesías, provocando una serie de visitas de personajes tabernarios y ruines a cual peor. Sabremos que ha dejado enterrado un botín en un lugar secreto, marcado en un mapa que solo Jim Hawkings, el mozo de la posada, va a conocer, por puro azar, tras la muerte del misterioso capitán Flint. Decide confiar su hallazgo a las autoridades, quienes fletan un barco hacia el Caribe, donde Jim se embarca como grumete con una tripulación infestada de piratas, que tratarán de arrebatarles el botín.
Así comienza La isla del tesoro, una novela de
aventuras del siglo XIX cuyos exóticos ambientes trazan el recorrido vital de
su autor, Robert Louis Stevenson, quien inicia el tópico del pirata con pata de
palo que forma ya parte de nuestro imaginario cultural.
El Caribe y la
América colonial es el entorno donde nos sitúa la novela, un mundo de mestizaje
y libertad propios del pirata, figura del mundo anglosajón, equivalente al
bandolero español. El pirata era un forajido del mar cuyas pillerías estaban amparadas bajo una
doble moral, dado que se repartía el botín con la corona británica. Un tunante
de estos podía llegar a formar parte de la aristocracia como pasó con Francis
Drake.
La travesía hacia el ansiado tesoro va a estar repleta de peligros, rodeados de bribones dispuestos a amotinarse a la mínima de cambio, manteniendo una intriga creciente. Pero a la misma vez y por contraste, la novela supone un canto a la libertad. Viajamos por los cálidos mares del Caribe, sintiendo con Jim Hawkings la brisa en la cubierta de La Hispaniola, respirando el aroma de la aventura. Una historia redonda donde no sobra ni falta nada. Bueno sí, acaso en este punto, John Silver no dejaría de pedirnos a voz en grito más ron para cantar, orgulloso, su tonada de viejo lobo de mar salvado de todos los naufragios de la vida.
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